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Apostar por lo básico para garantizar la inclusión social:

Un problema público que se siente muy personal


2,576,213 personas en México se identifican como afromexicanas o afrodescendientes[1]. Alrededor del 2% de la población nacional tiene ascendencia africana, ya sea porque fueron trasladados de sus comunidades de origen al continente americano durante la conquista, o bien, porque sus familiares migraron al territorio mexicano aspirando a una mejor calidad de vida. Se encuentran ubicadas mayoritariamente en los estados de Guerrero, Oaxaca, Yucatán y Campeche. Debido a las diferencias de color de piel, a su situación socioeconómica y a su acento al hablar, son objeto de segregación, discriminación, violencia y exclusión social e institucional. El rezago social, educativo y económico en el que se encuentran es mayor que el de las comunidades indígenas en algunos casos, y en parte se explica por la negación de su origen y pertenencia a la colectividad nacional.


La sociedad civil organizada logró, tras años de esfuerzos, que se les reconociera, en las constituciones como personas con derechos plenos tanto en el ámbito nacional como en lo local (Oaxaca, Guerrero y Ciudad de México). El legislador orientó las enmiendas hacia dos objetivos explícitos: primero, afirmar el origen pluricultural de la nación mexicana y, consecuentemente, incorporarlos al bloque de derechos humanos para diseñar políticas públicas que atiendan sus necesidades particulares.

Ante este escenario, las agencias de gobierno han reaccionado de manera asimétrica

Por un lado, el Inegi incorporó una pregunta en el Censo de Población y Vivienda del 2020 que permitiría, por primera vez, identificarlos y ubicarlos a lo largo del país. El INE, por su parte, obligó a los partidos políticos a destinar el 1% de sus candidaturas a afrodescendientes. La Ciudad de México, el orden de gobierno más activo en la materia, ha encabezado foros, exposiciones fotográficas, conmemoración de días internacionales para eliminar la discriminación, entre otras acciones. Un resumen apresurado sobre los esfuerzos gubernamentales en la materia señalaría que se trata de intervenciones públicas implementadas con la intención de incluir “al otro, al diverso” en el imaginario colectivo, de ratificar el sentido de pertenencia a la nación y de ayudar a la colectividad a entender que también son mexicanos, que merecen el mismo respeto, y que, por tanto, gozan de los mismos derechos. Sin embargo, en los hechos, poco han logrado incidir en los niveles de discriminación institucional a los que cotidianamente se enfrentan.


 

Un problema público que se siente muy personal


De acuerdo con la Encuesta sobre Discriminación de la Ciudad de México[2], sistemáticamente, desde el 2013, los habitantes de esta ciudad han considerado que la discriminación por color de piel es un problema público que se debe atender. Actualmente, el 80% de la población considera que sí existe discriminación por el color de piel y que el grupo más discriminado son los de piel morena. En el mismo sentido está orientada la percepción de la población afromexicana. En foros realizados por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, este sector ha expresado que el Estado mexicano violenta sus derechos humanos cuando son detenidos de manera arbitraria en los espacios públicos y carreteras del país para demostrar con documentos su nacionalidad mexicana o cantar el himno nacional, ya que en el imaginario de los servidores públicos no existen mexicanos de piel negra[3].


El derecho a la autoadscripción me permite considerarme parte de este grupo. Yo nací en la ciudad de Veracruz, en los primeros días del mes de junio de 1981. Mis rasgos son notoriamente africanos: piel morena oscura, labios pronunciados y pelo chino. Resultado de la mezcla de los genes de mi padre (de quien adquirí estas características físicas) y mi madre (mestiza mexicana, nacida en el estado de Puebla). Soy mexicano por nacimiento, así lo establece la Constitución. Toda mi vida la he pasado en este país, mi identidad y mis documentos son nacionales; sin embargo, para la autoridad esto es difícil de creer -por decir lo menos-. He sido víctima de trato diferenciado por parte de servidores públicos en diversas ocasiones, siendo la más reciente ocasión sucedida en la oficina de pasaportes de la Secretaría de Relaciones Exteriores ubicada en el Centro Comercial Samara, en Santa Fe, aquí en Ciudad de México.


Acudí a una cita para renovar el documento con todos los requisitos en mano. Desde mi llegada a la ventanilla, noté la mirada dudosa del burócrata que me atendió. Después de un par de preguntas de rutina, el funcionario se dirigió a una de las oficinas que estaban detrás de él. Volvió y me solicitó una copia fotostática de mi credencial de elector, a pesar de que esto no es parte del proceso. Regresé con la copia. Me pidieron dirigirme a un cubículo para registrar datos personales (de identificación y biométricos). Pasó lo mismo, el funcionario, en la mitad del proceso de captura, se dirigió a la parte de atrás a platicar con otra persona. “¿Qué se hace en este caso?”, alcancé a escuchar. A la duda le precedieron preguntas adicionales realizadas por alguien más, ahora una mujer. Después de aclarar mi origen, mi ascendencia y los lugares en los que he vivido en el país, me solicitaron regresar noventa minutos después por el pasaporte. Regresé y la historia de improvisaciones se repitió. “¿Quién le dice? ¿Tú o yo?”. Me paré frente a la ventanilla y vi que la persona que usualmente entrega el documento se hizo a un lado para darle paso a quien asumo ocupa un cargo superior. “Tú trámite está detenido. Al capturar tus datos en el sistema apareció una alerta, por lo que no podemos entregarte el pasaporte”. “¿Qué tipo de alerta?”, pregunté. “No lo sé”, contestó el funcionario. “Sólo es una alerta”, agregó. “Tengo todos mis documentos en orden y puedo presentar más si es necesario”, repliqué sin éxito. Después de mostrar mi objeción a la determinación, solicité me entregaran la decisión por escrito. “La Secretaría ha determinado ejercer la facultad de verificación… por lo que le informo que los documentos presentados por usted a fin de obtener el pasaporte ordinario mexicano serán sujetos a verificación ante las autoridades emisoras competentes”. Confirmé mi sospecha, habían dudado de mi nacionalidad.


A través de un amigo, me enteré de la versión extraoficial de la Secretaría: que la verificación era producto del azar, que me había tocado la mala fortuna de que mi trámite se interrumpiera y que la Secretaría no tenía nada personal en mi contra. Tengo todos los elementos para mostrar que no es así: la improvisación de los funcionarios, las preguntas que me formularon y que no le hicieron a las otras personas, los requisitos adicionales que ahí me pidieron, pero sobre todo la incongruencia. ¿En verdad la oficina de pasaportes no puede verificar su base de datos para validar que en el pasado ya me habían entregado ese mismo documento?


Frustrado por lo que me había acontecido decidí acudir a la agencia que se especializa en temas de discriminación en el ámbito nacional. CONAPRED me aclaró que el diseño institucional para prevenir y sancionar la discriminación no califica esos actos como tal. Por más que violentaron mi dignidad, por más que me dejaron en incertidumbre jurídica sin un plazo para conocer la conclusión del trámite, y por más que me trataron de manera diferenciada, la resolución no califica como discriminación porque, a la fecha, no se me ha negado formalmente ningún derecho. En términos estrictos, la autoridad tiene razón; pero esto no implica que no se puedan diseñar escenarios menos humillantes que el que viví.


Hay que decirlo. Sería iluso pensar que la autoridad renunciará a la facultad de revisar la autenticidad legal de documentos públicos en medio de una crisis migratoria. Día con día, cientos de personas se introducen sin documentos en el país, ya sea para radicar en él o bien para migrar hacia Estados Unidos. En ocasiones lo hacen con documentos apócrifos. Empero, si las reformas mencionadas anteriormente están diseñadas a garantizar la inclusión social de los afromexicanos y, al mismo tiempo, el marco legal permite a la autoridad ejecutar verificaciones de autenticidad de documentos, ¿qué se puede hacer para tratar de manera digna a las personas durante este proceso? La respuesta involucra dos vertientes.


Primero, diseñar y sistematizar procesos y protocolos que transparenten la decisión y lo doten de certeza. El oficio que se me entregó carece de motivación jurídica, no expresa de manera clara las razones que llevaron a la autoridad a escoger mi caso para revisarlo. Se dio en medio de improvisaciones, de dudas que no hacen más que abonar a la sospecha de que los movilizó mi apariencia física y no una razón técnica. Sin duda, la ausencia de protocolos impacta en la calidad de los servicios que el gobierno presta y en la percepción que los ciudadanos tienen de él. Segundo, basar la facultad de verificación en tecnologías de información y comunicación y no en cuestionarios orales fundados en prejuicios. Las oficinas de pasaporte deben necesariamente contar con herramientas neutrales que validen la legalidad de la documentación presentada in situ. Las TICs almacenan el historial de las revisiones y esto agiliza el proceso.


Es cierto, no se puede transformar una sociedad a partir de una decisión legislativa. Las políticas públicas que contemplan un cambio de comportamiento de las personas requieren de, al menos, veinte años para determinar su eficacia o eficiencia. No es sensato conceder que la estrategia de sensibilización cambiará en el corto plazo la percepción global sobre los afromexicanos, pero sí se pueden complementar con decisiones incrementales que respeten la dignidad de la persona y que incluyan este valor en sus rutinas cotidianas. Ante una divergencia de políticas orientadas a objetivos distintos pero que atienden a la misma población objetivo, se requiere emplear herramientas que traten a las personas en los hechos como iguales.


Los grandes acuerdos nacionales para reformar constituciones o instituciones dejan a un lado un elemento central sobre la percepción que los ciudadanos tienen sobre sus gobiernos: las personas los conocen en los pequeños trámites, en esos que se gestionan día a día. Sólo la sistematización, la transparencia, la creación de protocolos y la modernización del aparato gubernamental, ayudarán a terminar con las distinciones basadas en prejuicios. Los pueblos afromexicanos nos merecemos precisamente esto. Que garanticen nuestro derecho a la igualdad con inversión monetaria y de recursos administrativos. No más, pero tampoco menos.


Este artículo fue escrito por Julio Carballo Galindo, quien es Gerente jurídico en Grupo Estrategia Política.

 

Fuentes:

[1] Censo de Población y Vivienda 2020 practicado por el INEGI. Disponible en https://inegi.org.mx/programas/ccpv/2020/#Documentacion

[2] Disponible en https://copred.cdmx.gob.mx/storage/app/media/EDIS-2021-26Nov21.pdf [3] Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Reporte a mecanismos internacionales. Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Situación de los derechos de las personas afrodescendientes y contra la discriminación racial en la Ciudad de México. 01 de septiembre del 2017, p. 16

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